
Siete meses de abandono. Siete meses de promesas rotas. Siete meses viviendo en un infierno de aguas servidas. Para los vecinos de Corralitos, en Guaymallén, la desidia del Gobierno se ha convertido en un paisaje cotidiano y nauseabundo. Lo que comenzó en enero como el “colapso” de un colector cloacal es hoy la crónica de un desastre ambiental y sanitario sin fin, que afecta a cientos de familias condenadas a convivir con los residuos de 500.000 habitantes del Gran Mendoza.
La intersección de las calles 2 de Mayo y Severo del Castillo es la zona cero de la incompetencia. “Es un desastre, todo esto es agua de cloaca”, relata Marcela, una vecina que, como tantos otros, ve el frente de su casa transformado en una pileta de desechos. La gente ya no puede caminar por las veredas y el agua amenaza con ingresar a los terrenos y las viviendas, como ya ha ocurrido.
A pesar de los discursos oficiales, la realidad es lapidaria. “Sé que están trabajando, la gente de Aysam está trabajando junto a empresas contratadas y Mingorance tiene mucha predisposición, pero no hay cambios y no hay solución”, afirma Marcela con una mezcla de resignación y hartazgo. Las “soluciones” del gobierno provincial no solo han sido ineficaces, sino que han agravado el problema. La instalación de gigantescas bombas de achique, que ocupan las calles y generan una contaminación sonora insoportable, se reveló como otro parche inútil cuando una de ellas se rompió, provocando una nueva inundación.

Para colmo de males, los vecinos se sienten rehenes de las decisiones burocráticas. Denuncian que, tras la prohibición de verter los efluentes en el canal Pescara –una medida que ya había contaminado el agua de riego de los productores–, la consecuencia directa fue volver a inundar sus propias calles. “Como tienen prohibido el vuelco al canal Pescara, nos inundamos nosotros”, resume una víctima de esta cadena de ineptitudes.
La vida en Corralitos se ha desfigurado. Los niños no pueden jugar en la calle, las familias deben dejar el calzado afuera para no contaminar sus hogares y las actividades al aire libre son un recuerdo lejano, opacado por la proliferación de mosquitos y el olor pestilente. “No podemos salir de la casa caminando, sí o sí tenés que salir en vehículo”, describe un vecino la odisea diaria. Hasta el colectivo ha dejado de pasar por la zona.
Desde Aysam, su director Humberto Mingorance, ensaya explicaciones técnicas sobre cañerías de hace 40 años y conexiones clandestinas, una admisión implícita de décadas de falta de inversión y planificación. Mientras se extraen toneladas de escombros de las tuberías y se prometen obras millonarias a futuro, la realidad es que el Estado ha fracasado en garantizar la salubridad y la dignidad de sus ciudadanos. La promesa de una solución se diluye entre licitaciones que no llegan y un colector que costará 30 millones de dólares, una cifra astronómica que no seca el barro ni elimina el olor que hoy asfixia a Corralitos.
La Municipalidad de Guaymallén apenas analiza declarar una “emergencia ambiental” que llega tarde y suena a poco. Para los vecinos, la emergencia no es una posibilidad a futuro, es la pesadilla que viven desde hace más de 200 días. Como concluye Marcela, ya sin fe en las autoridades: “Esto no tiene arreglo, no sé cómo podrán resolverlo. No se puede seguir así como estamos viviendo, no se puede”.